Tras mucho tiempo dejando este rincón olvidado, criando malvas y polvo, me veo con ganas de volver a escribir. En este caso, intento retomar el espíritu inicial del blog, relatando vivencias de lugares que visito más que de dar datos científicos rigurosos. Todo a su tiempo pero ahora esto no toca. Aun así, mi curiosidad natural hará que de vez en cuando se me pueda escapar algo.
Esta historia habla de rutas por zonas de Soria, por caminos olvidados y llenos de tesoros. Paseo junto a mi querida compañera de viaje: Marta, la flor de escaramujo, a la que quiero mucho.
Se ha manoseado mucho el término de "España vaciada". Otra frase más que les ha gustado mucho a los periodistas y que repiten hasta la saciedad, como por ejemplo DANA (sinónimo inventado de algo malo y catastrófico), o Ciclogénesis Explosiva, que quien lo dice y el 98% de quien lo escucha no sabe ni lo que es "ciclogénesis", y menos "explosiva". Pues de nuevo, España vaciada, que da la sensación de que es una parte de España sin contenido. Como un cajón hueco. Pero nada más lejos de la realidad: en esta zona hay mucho, y bueno. Y desde luego, muy auténtico.
Nos paseamos por los lugares de La Perera, Caracena, Valderromán y Tiermes, y por los campos de alrededor, repletos de vida, nostalgia y buena gente. De los dos primeros hablaré en esta entrada, de los dos segundos en la siguiente. Afortunadamente, como sé que me va leer poca gente, no me importa que lo conozcan y vayan, porque sé que quien ha llegado aquí se merece poder conocerlo.
Con el fin de pasar un fin de semana de desconexión, caimos un poco por casualidad en esta zona del Sur de Soria, que era desconocida para nosotros. El lugar se encuentra casi al borde de la provincia de Guadalajara. De Miedes de Atienza, aun en Guadalajara, pasamos a Retortillo de Soria, que deja claro a qué provincia pertenece. El primero o el último pueblo soriano, según se mire.
Nuestro primer paseo, a principios de Julio, nos lleva por un camino entre La Perera y Caracena. Un camino poco arbolado, donde los pastizales y tomillares son realmente hermosos (tomillos dulces se juntan con mejoranas, y en algún otro rodal aparece el tomillo salsero). Estos prados permiten divisar un horizonte lejano, sin ningún signo de civilización salvo unos molinos de energía eólica al fondo del paisaje, y donde el encuentro con corzos grandes y esbeltos está asegurado. El olor floral se nota, aun siendo verano. La más dulce de todas, la Santolina, aparece continuamente y llena de flor, con esos botones amarillos que parecen margaritas deshojadas. Las aves rapaces abundan: vemos buitre leonado, alimoche, águila calzada, alguna otra águila que no puedo identificar por llegar tarde a sacar los prismáticos. También muchas cojugadas, collalbas, aviones comunes, pocas golondrinas, algunos críalos, y un gran número de paseriformes. Los sonidos de las aves son constantes y agradables. Se escucha un ladrido de corzo, que poquito después muestra al autor (en este caso autora). Y así vamos por el camino llano, entre campos de cultivo muy ricos en biodiversidad.
No nos cruzamos con nadie en todo el camino. Todo es nuevo, el horizonte es ancho, el campo aun está recordando el frescor de la primavera. Julio ha empezado portándose bien. Buen tiempo para hoy: probables tormentas con agua a la tarde. Marta y Eritaco siguen paseando bajo una temperatura aguantable y se acerca el mediodia. Y eso que tiene Soria, que sus mayores tesoros emergen debajo de los pies, de pronto el llano que parecía monótono da paso a una hoz impresionante. Caracena se alza en el centro, sobre un lugar elevado rodeada de la hoz. Los buitres leonados ya cogieron hace rato las térmicas y se van elevando trazando círculos. Algún alimoche se cuela en medio de ellos y rápido se le identifica por ser más perqueño y ese resplandor blanco de sus alas. Nunca me canso de observarlos. Siempre es un gustazo.
Nuestro destino es Caracena, que se mimetiza perfectamente con el entorno. Más que construido parece esculpido. Un poco más atrás de las casas se ve un antiguo castillo, que debió ser importante. Nos apetece visitarlo, pero aun nos toca bajar por un sendero con gran pendiente hacia abajo. La concentración por no caerse ladera abajo entra en conflicto con el deseo de admirar la belleza de ese valle donde todo encaja.
Seguimos, de momento nos libramos de la tormenta en la zona alta, algo muy poco deseable, pero aun así el cielo no aparenta formar tormenta. ¿Qué sucederá al final?. Eritaco va haciendo sus cábalas pensando en la vuelta, teniendo que subir vuelta a La Perera a la hora de mayor formación tormentosa. Marta se asusta por una corza que sale dando buenos saltos a su derecha. Pero el corzo iba más asustado aún hacia abajo. ¡Qué velocidad y qué saltos!.
Y así ya vamos bajando, ya casi en el pueblo. Vemos una familia formada por un papá, una mamá jóvenes , con dos hijos pequeños, observando un riachuelo donde saltan las ranas. Cruzamos un puente muy bonito y nos acercamos a un antiguo lavadero. Allí imaginamos cómo debía de ser lavar la ropa a mano. Y es que llevamos casi toda nuestra vida haciéndolo, salvo a partir del siglo XX.
Entramos en Caracena, que ya a su nivel y dentro del pueblo, adquiere un toque más acogedor, pero sin perder su belleza. Es verano, los niños están de vacaciones y van al pueblo. Los abuelos también van, y los padres. Hay gente sentada en bancos. Un hombre, que debe ser el abuelo de los niños que habiamos visto antes, porque estaban sentados a la entrada de esa misma casa, nos saluda. Su expresión denota amabilidad y que le apetece hablar. Allí le contamos nuestra aventura y nuestra preocupación por la posible tormenta. Nos la quita asegurándonos que no habrá tormenta esta tarde. Como es lo que queria oir, Eritaco se siente mejor y cree que "al final no habrá tormenta". Marta sonríe.
El señor nos habla de un pueblo abandonado por la zona de donde veníamos, en los llanos de arriba. Nos indica cómo llegar hasta el mismo. Marta, la flor de escaramujo, y su pajarillo Eritaco sienten curiosidad y ganas de echar un vistazo a la vuelta. Se despiden del hombre con una sonrisa. Qué bonito es llegar a un pueblo tras una caminata y hablar de estas cosas con la gente. Cuando estoy en estos sitios me gusta sobre todo escuchar. Que la gente me cuente cosas y tratar de no confrontar si hay algún punto de confrontación, que casi nunca los hay. Toca ver Caracena, toca descubrir ese pueblo que vimos desde arriba como surgido de la propia hoz. Llegamos al poco a una plaza donde hay un rollo jurisdiccional, todo del mismo color. De esa plaza sube una calle, donde tienen pinta de estar las cosas que más hay que ver en el pueblo.
Pasamos por delante de un restaurante que está cerrado, pero que abre al rato. Hay ganas de cerveza por supuesto, pero es que justo detrás de esta casa hay una ermita románica preciosa, y que no habiamos visto desde la altura. ¡Qué ermita más bonita!, totalmente románica. La vemos por fuera y nos refugiamos bajo sus columnas, bajo un techo fresco. Multitud de aviones y golondrinas vuelan y suenan, dando alegria al lugar. Vemos un cartel que indica que el castillo está más arriba, a casi un kilómetro. Nos quedamos reposando un rato en esa ermita medieval. Allí desenfundamos nuestro bocadillo de jamón. Una perrilla, que dos meses más tarde seria importante para nosotros, se acerca a curiosear. Al mismo tiempo dos coches caros aparcan justo enfrente de la ermita, y ponen pie en el suelo un grupo de gente, entre ellos un par de imbéciles, que quieren demostrar que tienen un coche caro. Con los años, te bastan solo diez segundos para distinguir al gilipollas del virtuoso. Como sus coches, se quieren hacer notar: "¡aquí hemos llegado!, ¡aquí estamos!". Lo bueno que tienen estos sitios donde hay tan poca gente, es que también te evitas a muchos de estos.
Afortunadamente ya habíamos terminado el bocadillo y reposado lo suficiente. Tomamos un camino que asciende hacia el castillo. El sol ya aprieta un poco pero se aguanta. Detrás de nosotros, Caracena se aleja, y la ermita aparece en primer lugar, el primer edificio visto desde donde estábamos. La ermita descansa enfrente del castillo: se ven , se miran, recordando un pasado importante. El castillo se nos acerca poco a poco. La vista a la izquierda es espectacular: una inmensa hoz. Buitres y algunas chovas piquirrojas vuelan, las segundas emitiendo su peculiar disparo. Llegamos por fin al castillo.
Como otros castillos castellanos, el castillo de Caracena aparece ruinoso, pero insinuando un poco cómo podria ser. Dentro de lo que cabe los he visto peor conservados, como el de Zorita de los Canes por ejemplo. Paseamos por alrededor de sus muros y nos metemos en el interior, ya cubierto de vegetación. Los muros de piedra producen eco cuando hablamos. Nos callamos un rato, tratando de imaginar la vida en aquel castillo, las visitas de su gente a la ermita románica de más abajo, el cómo seria vivir con la cosa de que defiendes ese lugar, que pueden venir a conquistarte. El dia a dia, ¿cómo seria allí entre esas paredes?, ¿qué historias sucederían?. Más allá de leer los aspectos técnicos en los carteles turísticos, nos gusta ir al sitio y justo allí poner un poco en marcha la imaginación. Pensar en ese lugar. Detenerse y luego imaginar el paso del tiempo. No recuerdo cuándo quedó abandonado aquel castillo, pero debió ser ya hace mucho. El sonido del aire y las gramíneas, el piar de las chovas y de algunos aviones y golondrinas, ahora. Las hiedras trepan por sus muros.
Con una mezcla de nostalgia, estremecimiento y fascinación, volvemos a bajar el camino hacia el pueblo. El restaurante ya ha abierto, y ya no están los coches de antes. Se aburrieron rápido de estar allí. Mejor para nosotros. Entramos, allí conocemos a Mari Ángeles, la dueña de ese restaurante, pero también la que tiene las llaves de la iglesia románica de al lado, y la que tiene ganado en el monte de arriba. Cuánta responsabilidad. Ella tiene el restaurante, que es pequeño, acogedor y con una comida excepcional, con sus hijos. Allí charlamos un poco, están algo atareados porque más tarde llega un grupo grande a comer. Nos quedamos en la barra y tomamos una cerveza y torreznos. Decidimos reservar para comer al dia siguiente. Nos cae bien ella y nos gusta el sitio. Pero tenemos que volver a La Perera.
En el camino de vuelta pasamos por el pueblo abandonado que nos comentó el señor que vimos a la entrada de Caracena. Pozuelo, así se llama el pueblo. Lo encontramos siguiendo un sendero que sale del camino por el que habíamos ido a Caracena. el camino toma un repecho y tras el cambio de rasante vemos los restos de Pozuelo. Allí yace. Un arbusto se agita, y sale un corzo galopando mostrándonos su blanco trasero al correr. Se detiene y nos mira, para luego volver a correr. Entramos a la iglesia de Pozuelo, o lo que queda de ella. Aun se distinguen colores en la pared interior. Algunas inscripciones escritas decoran algunas zonas. Hasta algunos banquitos pueden verse. Nos invade la misma sensación que en el castillo, solo que aquí sí que no hay casas alrededor. El tiempo, tan lento y tan cruel, hace que este sitio vaya olvidándose. Pero allí nos encontrábamos nosotros, paseando por las calles ya inexistentes, pero que tuvieron que tener su vidilla, hace unos cien años. Un lugar que tendria sus fiestas, con toros, con baile, ahora callado. Miramos alrededor y nos conectamos a la naturaleza, de la que el paso del tiempo forma parte. Nadie nos quedaremos aquí para siempre.
Retomamos los caminos que nos llevan a La Perera de vuelta, con las piernas ya algo cargadas por los kilómetros a las espaldas. Hay ganas de darse una ducha fresca, ponerse cómodo y tumbarse un rato en la cama. Son las 5 de la tarde y la cigarra canta al sol. Al final no hubo tormenta.